Dos días antes de Navidad, cuando su pareja dio positivo, Michelle Green obviamente tuvo miedo de contagiarse. Ambos se habían vacunado, pero Michelle estaba embarazada de dos meses de su segundo hijo y su pareja trabaja en un bar, donde varios compañeros estaban con coronavirus.
“Le pedí que se metiera en la habitación de huéspedes y no saliera de ahí”, dice Michelle, que tiene 40 años y es directora de proyectos de una startup de compras en Washington. La pareja y su pequeño hijo debieron cancelar la celebración de Navidad.
Sin embargo, por algún motivo, Michelle nunca dio positivo.
Ahora los científicos de todo el mundo están investigando por qué hay un grupo de personas como Michelle que ha logrado esquivar el virus durante más de dos años, incluso tras la aparición de la supercontagiosa variante ómicron, que rompió todos los récords de contagios hace apenas seis meses.
Para empezar, los datos: la mayoría de los norteamericanos ya contrajo el coronavirus desde que empezó a esparcirse por Estados Unidos a principios de 2020, según los Centros para el Control y Prevención de las Enfermedades de ese país.
“Lo que buscamos son variaciones genéticas que podrían ser sumamente infrecuentes y a la vez cruciales para el individuo”, dice András Spaan, microbiólogo clínico de la Universidad Rockefeller en Nueva York, impulsor de la investigación sobre el vínculo entre la genética y la resistencia al coronavirus.
Spaan dice que en el proyecto internacional ya se anotaron 700 participantes y que se analizarán a más de 5000 personas que parecen potencialmente inmunes al contagio de coronavirus.
Una de los participantes es Bevin Strickland, enfermera de anestesia de 49 años de la ciudad de High Point, Carolina del Norte, que trabajó como voluntaria en un hospital de Queens durante seis meses desde abril de 2020, justo cuando la ciudad de Nueva York se convirtió en un bolsón de la enfermedad y epicentro de la pandemia.
“Al segundo día ya ni me importaba contagiarme el Covid, porque las necesidades de los pacientes te partían el alma”, dice Strickland, que muchas veces prefería trabajar sin barbijo para que los pacientes en estado de confusión pudieran reconocerla.
Los peores eran los casos de adultos mayores que venían de los geriátricos. Algunos no hablaban inglés, y muchos estaban desorientados por la falta de oxígeno debido a su dificultad para respirar.